Escribe: Boris Espezúa Salmón | Cultural - 27 nov 2011
Fuente: Los Andes
Se encuentra en circulación el reciente libro de la mayor poetiza viva de Puno: Gloria Mendoza Borda, quien hace poco presentó el libro en Huancané. Ella es una de nuestras mayores exponentes en poesía andina en el continente. Así lo confirman los numerosos premios y reconocimientos que ha obtenido en su esforzada trayectoria, donde se ha afirmado con una voz singular y sincera en poemas hechos de barro y de cielo que retozan nuestros ojos en descarnadas y gozosas imágenes del tesoro andino. Tengo el privilegio de escribir algunas líneas sobre su reciente poemario, con admiración y satisfacción, por la ruta terrígena de la palabra compartida, que en ella tenemos una hermana mayor en el camino. Bajo el título de: “No digas que no sé atrapar al viento”, el poemario está dividido en dos partes: “Deja que el viento cante”, que contiene diez poemas, y “Nuevas Parcelas”, que contiene cinco poemas, diáfanamente escritas, que muestran una unidad acezante, temblorosa, cálida, andina y humana. No sugiere el río sino su brillo, no sugiere la arena sino su sed. Parece acariciarnos con sus versos que por un momento tienen levedad y nardos y, por otro momento, tiene un asalto a la conciencia en versos desbrozados y reales esculpidos en la cotidianidad. Inquieta aromas, resplandores y sufrimientos, guardando una armonía interior que provoca contemplación y un leve incendio reflexivo sobre su ascenso poético deslumbrante en la mirada. Gloria Mendoza ha hecho del oficio de escribir poesía, una forma de reintroducirse y resignificarse en la cotidianidad con vigorosa naturalidad de expresar sus días con el mismo asombro y susto que expresa sus noches desde que fue niña y ahora mujer, forjada frente al horizonte puneño y latinoamericano. Así se siente cuando, en el poema “Desolación del embudo”, (1) nos dice: “Cuando los girasoles se ponen en su espacio, aromado girando al compás del sol”, y en otro momento dirá: “Las venas están hinchadas en las ramas de los discretos árboles / allí permanecen estampadas nuestros nombres para siempre en una vorágine de temor”. Se trata de un verso que tiene esa irradiación cósmica, holística del universo, esa visión elevada e interrogante que evidencia la eterna morada de los Dioses sobre la tierra.
En el poema “Tempestad” (6) expresa: “Aquí no hay canto de gallo que despierte el amanecer / en la nave del tiempo te escabulles por inhóspitos parajes / donde encontrarte libre en la magia de nuevos sueños desbordados / recuerda que estoy esperando en una tempestad bajo la lluvia / quiero encontrar refugio en una alta montaña e irme para siempre. No digas que no sé atrapar el viento, yo jefa absoluta de los vientos”. Son versos que demuestran un desconsuelo, pero al mismo tiempo la certeza de un devenir nuevo, la transparencia de conciencia ante la opacidad del tiempo; aquí hay una pluralidad de sentidos, la certeza amorosa está un tanto disgregada; sin embargo, la autora reconcilia esas presencias dispersas y las unifica en una meta que finalmente corone su esfuerzo y finalmente pueda estar tranquila. Los sueños, el refugio, las idas y venidas y la lluvia en el ande, se han quedado prendidas en la atmósfera de las tierras interiores y anteriores de la autora, donde es necesario un advenimiento de luz que delimite nuevamente las sombras. Las relaciones entre la vigilia y el sueño hacen de su palabra poética esa certeza de la realidad cotidiana que, sin embargo, no la envuelve en su tedio, y ante ella no puede ocultar ese torrente interior que es una fuerza que separa y une las cosas. Le otorga jerarquía a las palabras, no los subordina a nada, sino instaura la intención de crear una energía mágica, para obligar a las cosas a que sean revaloradas y sea el mundo renovado el que cure el amor y la misantropía.
Gloria Mendoza apuesta por modernizar una poesía andina, que sin embargo no sea de ningún modo forzada, sino como lo hicieron nuestros antecesores, Los Orkopatas, que sea una nueva expresión, fundada en una nueva hermenéutica de recrear y hacer fina las filigranas semánticas de la palabra desde sus orígenes, que por el tiempo que transcurrimos, es urgente volver a revitalizar la esencia de lo tradicional y originario. Por eso, cuando la autora se propone conjuncionar belleza andina en el verso, con incrustaciones de religiosidad, que a su vez sea un cuestionamiento a la ciudad donde somos extraños y desarticulados, se muestra auténtica y legítima, acorde con su temperamento, que prefigura por encima de la convencionalidad los valores y principios andinos como respuesta a lo anodino y lo superfluo de la urbe. En esa línea, leemos de “Visión de Cirios” (9): “Mis oráculos se arrastran por campiñas de ovejas / ni árboles, ni gladiolos, ni gallos, ni silbido de aire, ni gritos de la montaña / pretendo romper el silencio del silencio en una visión de cirios / en la ciudad que nos alberga siendo huéspedes desconectados / que acompañan el comienzo desmedido de la alondra que nos reina”. Es una poesía de compacto de la naturaleza, de la realidad. No crea las cosas sino que las toca; no sólo ama la vida sino que la abraza con dolor o alegría, como una rosa espinada en la pupila. Alguna vez Octavio Paz escribió: “El poeta real sabe que las palabras y las cosas no son lo mismo y por eso, para restablecer una precaria unidad entre el hombre y el mundo, nombra las cosas con imágenes, ritmos, símbolos y comparaciones. Las palabras no son las cosas: Son los puentes que tendemos entre ellas y nosotros. El poeta es la conciencia de las palabras que también fueron cosas antes de ser nombres de cosas”. Por lo tanto, el título del poemario no es azar, en el poeta concebir el mundo con el lenguaje del silencio, es consubstancial. Familiarizarse con esa habla inocente, que es el viento o el aire para muchos nada dice porque todo está dicho; sin embargo, para un poeta dice mucho porque le otorga significación, de allí que la parcela de silencios de Gloria Mendoza sea su predio personal, donde hace morar y girar en forma enigmática, las rebeliones de la memoria, el transcurso de la conciencia, y el destierro de la redención; allí labra la palabra en símbolos, en oráculos circulares, aborda un amor sin disfraz, y deja que intervenga el fluir del tiempo para reafirmar una identidad que no está desamparada, sino revelada de furia y de hermosura.
Creo que estos poemas de Gloria Mendoza, que están acompañadas por epígrafes de Roberto Juarroz y otros, así como las ilustraciones bellísimas, sabias y desconsoladas de Luisa Aguilar Sánchez, reafirma su fúlgida fibra de mujer que ha batallado consigo misma para buscarse un espacio de autonomía y respeto, por haber cruzado como mujer los estertores de ámbitos tan sentidos como el mundo andino y la violencia política; ha cruzado, además, el cliché de la mujer atada a cierta domesticidad de los afectos y de los quehaceres de casa, para apostar a vivir por la poesía, por encarnar la voz de las comunidades periféricas e imaginadas, y de este modo demostrar que es posible un horizonte de sentido y de romper ese muro infranqueable que no nos permite gritar a los cuatro vientos que la poesía es una de las formas más sublimes y esenciales de liberarse y de realizarse.